Capítulo 1
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¿Estoy muerta o estoy borracha? – Indagué al verlo aparecer de la nada. Ocurrió
en un instante, oí un estruendo y lo vi: alto, delgado, pelo negro coronado por
una aureola plateada. No supe determinar su edad ya que sus facciones eran de un hombre en la
treintena, pero sus ojos hablaban de años de sabiduría. Me quedé pasmada y sin
pronunciar ni una sola palabra.
Se
me quedó mirando con infinita paciencia, una expresión pétrea de quién ha
vivido la misma experiencia miles de veces. Después caminó hacia mí, me tendió
la mano y me sonrió.
-
Un poco de los dos.
Has tenido un mal año, ¿eh?
- ¿De dónde has salido? – Conseguí
preguntarle tras diez minutos de silencio.
- Del cielo, soy tu Ángel de la
Guarda, mi nombre es Dariel.
-¿Mi Ángel de la Guarda?
- He venido para ofrecerte la
posibilidad de cambiar una de las decisiones que has tomado en tu vida.
-
Cuando me ofreció la posibilidad lo primero que pensé fue ¿Cuál?
Me
había equivocado al menos unas cien veces, y todas en un solo año, para ser honestos a
los 30 había caído en una espiral de decisiones equivocadas que afectaron de
forma negativa a mi vida. Empezando por
dejar mi tesis doctoral a causa de mi director, un tipo con un serio trastorno
de bipolaridad: un día me alababa, al día siguiente me lanzaba puñales. El
último mes no había sido capaz de centrarme en la investigación para avanzar. Estaba
demasiado ocupada tratando de ver por dónde me vendría el tortazo.
Así
que la dejé, no tenía el más mínimo interés en acabar trastornada, no más de lo
que ya estaba.
Y
terminando por la manera en la que mandé a mi mejor amiga a la mierda por culpa
de un chico. Uno cualquiera, ni siquiera
“el chico”, entendiendo el concepto como el amor de mi vida, uno hasta
aburrido.
Y entonces me reí, no lo pude
evitar.
Ya sé que reírte de tu Ángel de la
Guarda, cuando por fin toma la decisión de hacerse corpóreo y concederte un
deseo, no es lo más sensato del mundo. Porque, no nos engañemos, nuestros
Ángeles guardianes son los que se ocupan de que no nos caigamos, de que nuestros
padres no nos pillen en nuestras mentirijillas...
Mucho trabajo, muy poca compensación. Lo único que reciben por su atención
cuidadosa es una pequeña oración y no demasiado inspirada. “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni
de día que me perdería”. Nada de gracias por escucharnos, nada de te
mereces unas vacaciones, ni tan siquiera un por favor.
Me reí tanto que la mandíbula se me
desencajó, él me observó con su rostro impasible. Como mi ataque de hilaridad
no cesaba, agitó sus alas con enfado, susurró un “ya me lo dirás cuando lo
pienses” y del mismo modo que apareció, se desvaneció.
Al verlo marchar me arrepentí un poco
de mi actuación pues no creo que sea fácil, para un Ángel, tomar la decisión de
hacerse corpóreo y conceder un deseo a su protegido. Lo que es más, debe doler bajar del cielo para escuchar las
peticiones de una desagradecida o desagradecido humano.
Entonces
se me ocurrió que, probablemente, el Ángel ni siquiera era real sólo producto de mi imaginación embotada por culpa
del estrés y, algo también tendrían que ver, los veinte cócteles que había
consumido desde por la mañana entre margaritas y daiquiris de plátano. Sé que el alcohol no es la solución, pero ese
día me pareció muy sensato beber hasta desmayarme.
Cuando desperté a la mañana
siguiente tenía un dolor de cabeza infernal, el estómago en un nudo y la mente
en otra dimensión. Caminé hacia la
ducha, me metí bajo el chorro de agua caliente y pensé que no me importaría que
mi Ángel de la guarda se me apareciese otra vez.
En fin, como mi mente alcohólica lo
había imaginado estaba bastante bueno. Ojos verdes, hoyuelos en la mejilla,
pelo negro, pecas en la nariz, hombros anchos, cintura estrecha, reloj de
bolsillo con una cadena de plata, pantalón vaquero ajustado, camisa blanca y
chupa de cuero.
En esas divagaciones estaba cuando
el teléfono de mi casa comenzó a sonar. Salí corriendo de mi dormitorio y me
encaminé hacia el salón.
- ¿Diga?
- Buenos días, princesa.
¿Cómo te
has despertado esta mañana?
- Acabo de tener el sueño más raro
de mi vida y tengo una resaca de mil demonios.
- Te he dicho mil veces que si
sigues así tu hígado no lo va a resistir. Sólo llamaba para recordarte que hoy
tienes turno.
- Lo sé, jefe.
- Bien, te veo en unas horas.
- Hasta dentro de unas horas.
Al colgar el teléfono me quedé
reflexionando sobre el extraño sueño del ángel. Además, las palabras de mi jefe
me recordaron, una vez más, la espiral de destrucción en la que había
convertido mi vida.
Todo había empezado trece años
atrás. La fecha parecía lejana, pero en mi interior era como si no hubiera pasado
ni un día desde ese instante: el momento en que mi novio había ido a mi casa
con un cuchillo de carnicero y me había rajado desde la clavícula hasta el
apéndice.
Cuando me estaba debatiendo entre la
vida y la muerte, antes de quedar inconsciente, sólo atiné a pensar que esas
cosas sólo ocurrían en las películas. En la vida real, tu novio no iba hasta tu
casa y te mataba sin más. Sin embargo, tengo una cicatriz desde mi clavícula
hasta el apéndice, la cual me recuerda todos los puñeteros días de mi vida que
la realidad supera con creces la ficción.
A pesar de ello, hace muchos años, decidí
seguir viviendo. Quizás decir “vivir” es un poco presuntuoso, más bien llevaba
trece años sobreviviendo, coqueteando con la muerte cada día.
Así
pues, decidí plantearme mi situación. El sueño del ángel había sido un toque de
atención por si deseaba seguir así o agarrar la vida por los cuernos y tirar
para adelante.
Acuérdate
de respirar. Pensé y me di cuenta de que llevaba muchísimo
tiempo sin recordar ese mantra. Esa frase me había ayudado durante la recuperación,
me había guiado años después de que la muerte me hubiera pasado casi rozando y
me obligaba a seguir adelante, pues era
un recuerdo del milagro de mi propia existencia.
Estoy
viva, es un milagro y durante trece años he pasado por mi vida como un espectro
de mi propia existencia, tal vez es hora de madurar y seguir adelante. Me dije a mí misma y decidí hacerlo.
A
primera hora de la mañana, tras la borrachera del día anterior, mi casa parecía
una verdadera jungla. Había ropa tirada por todas partes, botellas de ron y de
whiskey en cada rincón de mi salón y decidí poner un poco de orden antes de
seguir con mi día.
En
un instante recogí la casa, limpié el suelo, fregué los vasos que había
esparcidos por cada rincón de mi vivienda, limpie el polvo y pasé la
aspiradora. Al concluir mis labores domésticas observé que mi hogar, parecía
por fin uno y no una jungla.
Me
senté en el sofá y observé la foto que había colgada de la pared. Era yo, trece
años atrás, con el médico que me había salvado la vida.
Darío.
Pensé y sonreí.
La
realidad es que amaba a ese hombre y dolía. Él me había colocado todas las
vísceras cuando mi ex intentó matarme, durante mi recuperación estuvo a mi
lado, me escuchaba, me daba consejos, fue una guía en el camino y, en algún
momento, lo había empujado a huir de mí. No puedo culparlo de ello, también yo
lo habría hecho. Él me regaló la vida y yo me dediqué durante trece años a
coquetear con la muerte: alcohol, drogas, sexo sin protección, locales de mala
muerte, novios maltratadores…
La
lista era infinita.
Me
acerqué a la foto y acaricié la imagen de él, lo añoraba.
Debo
cambiar de vida, pero, ¿por dónde empezar?