viernes, 1 de marzo de 2013

Tras dos semanas, y pelearme con blogger para acceder hoy a tejedoraehilanderadesueños, publico el siguiente capítulo de "La decisión". Si me dejáis comentarios, me haréis muy feliz.
Capítulo 4
            Después de que mi madre se marchara, recogí los platos que habíamos usado para tomar la tarta y la cena. Terminé de limpiar la cocina y, aunque parezca absurdo, el verla limpia me hizo sentir, en cierto modo, más sana.
            Me acosté, pronto el sueño se apoderó de mí. Cuando sonó el despertador me incorporé de la cama y me dirigí hacia la ducha.
            Al terminar de ducharme, arreglé la habitación, caminé hacia la cocina y me preparé el desayuno. El hacer este tipo de cosas cotidianas estaba ayudándome a recuperar un poco el norte. Tras desayunar, cogí mi bolso y fui hacia el hospital andando. Ese día me apetecía mucho pasear para despejar mi mente, necesitaba decidir a quién ver al día siguiente, con quién hablar para disculparme o dar las gracias.
            Entré en el Hospital y observé el turno de guardias. Esa noche me tocaba quedarme y Darío libraba. Admito que me alivió el no tener que verlo ese día, había muchas cosas sobre las que debía pensar antes de enfrentarme otra vez a su mirada verde.  Mis compañeros ese día estaban muy habladores, y entraron muchas personas por urgencias. Al terminar mi turno salí del hospital directa hacia la casa de mis padres. Mi padre ya estaba retirado y pensé visitarlo para hablar con él, aunque estaba agotada tras mi turno en el hospital.
            Al llegar a la casa me sentí una extraña. En realidad no era mi hogar de la infancia, sino un piso que mis padres compraron una vez salí del hospital. Ninguno de ellos deseaba permanecer en el lugar dónde casi había perdido mi vida. Nunca creí que ese fuera mi hogar, extrañaba mi casa de la infancia, tenía muy buenos recuerdos de ella, pero mis padres no habían sido capaces de verla del mismo modo desde mi milagrosa recuperación.
            Abrí con mis llaves y entré en la cocina. Mi padre estaba preparando la comida, se giró al oírme.
            - Dany, cariño, ¿qué haces aquí?
            - ¿Estás haciendo estofado?
            - Sí.
            - Es mi plato favorito. – Dije y él me sonrío.
            - Lo sé, cariño. – Mi padre dejó de remover la olla, vino hacia mí y me rodeó en un abrazo. – Tu madre dijo que vendrías hoy.
            - Su sexto sentido, a veces, me da un poco de miedo. – Confesé a mi padre y él me dedicó su mejor sonrisa.
            - Sí, a mí también me ocurre. Contigo y Diana parece una auténtica pitonisa, intuye lo que os ocurre enseguida.
            - Papá quería hablar de Miguel, de todo lo malo y…
            - Tesoro, es mejor que duermas un rato. Si vamos a hablar de ese tema debes estar en plena forma y, sinceramente, parece que te ha atropellado una apisonadora.
            - Tienes razón, papi. – Contesté. – He tenido un turno muy largo en el trabajo.
            - A la cama. – Mi padre me besó la frente.
            - Gracias. – Caminé hacia mi antiguo dormitorio. La cama estaba recién hecha, las sábanas olían a limpio. Mi madre había dejado un pijama, ropa limpia y una toalla encima de la cama. Sonreí sin poder evitarlo, me conocía mejor de lo que yo me conocía a mí misma.
            Me desvestí, me puse el pijama y me quedé profundamente dormida. Desperté siete horas después, caminé hacia el salón y observé a mi padre leyendo un libro.
            - Hola, tesoro. – Mi padre dejó el libro en cuanto me oyó. - ¿Has descansado?
            - Sí. – Caminé hacia él y lo besé en la mejilla.- Voy a calentarme la comida.
            - Ya lo hago yo. – Mi padre se levantó de la silla y caminó conmigo hacia la cocina, allí calentó el estofado. Cuando terminó puso la mesa para dos personas.
            - ¿No has comido, papi?
            - Decidí esperar por ti.
            - No era necesario, estarás muerto de hambre.
            - Picoteé algo, pero no se lo digas a mamá, se supone que estoy a dieta.
            - Será nuestro secreto. – Cogí los cubiertos y empecé a comer, durante la comida mi padre y yo hablamos de cosas cotidianas. De mi hermana, de mi padre, de mi trabajo, de mi madre, de los abuelos.
            Al terminar recogí la mesa, fregué los cacharros y los sequé, mientras mi padre ponía a hacer una cafetera. De algún lugar sacó un paquete de mis galletas favoritas y lo colocó encima de la mesa.
            - Mamá no es la única que me conoce bien. – Le dije. – Has comprado mis galletas favoritas.
            - Vamos a hablar de Miguel, pensé que esto tal vez te ayudaría.
            - Indudablemente.
            - ¿Por dónde empezamos?
            - ¿Cómo te sentiste, papá?
            - Aterrorizado. – Mi padre sirvió el café.- Nunca en toda mi vida estuve tan asustado. Cuando tu madre me llamó, sentí una furia ardiente en el pecho, deseé matar a Miguel y recrearme en su muerte torturándolo.
            Al llegar al hospital los doctores nos pintaron la situación mucho peor de lo que te puedes imaginar, todos ellos te daban como mucho veinticuatro horas de vida. Nos animaron a despedirnos de ti, por si acaso.
            - Lo siento, papá.
            - Entonces apareció Darío y me juró que te iba a salvar la vida.- Mi padre bebió un sorbo de café. – Curiosamente, cariño, no dudé ni por un instante que lo haría, vi determinación en su mirada, vi seguridad.
Supe que ya no tendríamos que despedirnos de ti.
Pasaste muchísimas horas en ese quirófano, la operación se complicaba cada poco tiempo, los médicos seguían diciéndonos que ibas a morir pronto. Darío salió muchas veces del quirófano para irnos contando cómo avanzaban las cosas.  Finalmente nos dijo que te había estabilizado, que las siguientes veinticuatro horas serían cruciales para tu supervivencia, también que ibas a vivir, pues juró que nunca había visto a nadie aferrarse tan fuertemente a la vida.
- Siempre me lo dice.
- Y tiene razón, cariño.
- A veces olvidó que mi vida es un milagro.
- Siempre he pensado que sólo necesitabas tiempo, tesoro.
- Mamá te contó que fui a ver a Miguel, ¿verdad?
- Sí, lo hizo.
- Me dio pena.
- Lo sé, a mí también me la da. – Mi padre me sonrió. – Está enfermo y, aunque lo hubiera matado de buen grado hace trece años, hoy en día sólo pienso en cómo esa experiencia cambió nuestras vidas.
De algún modo eso nos hizo más fuertes, especialmente a ti.
- Pero últimamente he estado coqueteando con la muerte.
- Lo sé, hija. Aunque parezca raro creo que te comprendo.
- ¿Me comprendes?
- Con diecisiete años sufriste una experiencia terrible, te arrancaron toda la seguridad que podías tener en ti misma, una persona a la que amabas profundamente trató de acabar con tu vida. No ayudaba el hecho de que tu madre y tu hermana te trataran como si fueses un bebé, como si fueses alguien frágil necesitada de protección.
 Yo nunca te he visto así, lo que yo veo cuando te miro es a una superviviente. Una mujer capaz de aferrarse a la vida con ambas manos y ganarle la batalla a la Parca. Comprendí que necesitabas tiempo para sanar una parte de tu alma, pero nunca en mi vida te he considerado débil o falta de protección.
No, hija mía, eres la mujer más fuerte y valiente del mundo.
- Gracias, papá. – Observé a mi padre largamente. – Yo por un tiempo sí me creí débil, falta de protección.
Es cierto lo que tú dices, perdí toda la seguridad en mí misma por su culpa. Estuve a punto de dejarme morir por su amor, ¿no te parece absurdo?
Ahora con la distancia, me veo frente a la puerta, sin resistirme a su puñal y me dan ganas de golpearme a mí misma. Tenía muchísimos pájaros en la cabeza por aquel entonces, me creía a pies juntillas la historia de Romeo y Julieta, nunca me paré a pensar que el amor consiste en dar sin esperar nada a cambio, pero recibir más de lo que das.
Lo entendí demasiado tarde, cuando ya se había alejado de mí…
- Nunca se alejó, pequeña. – Mi padre me observó un instante, yo lo miré perpleja.
- ¿A quién te refieres?
- A Darío, tesoro. – Mi padre me sonrió.
- ¿Lo sabías?
- Tu madre y tu hermana estaban pendientes de ti, pero ciegas para comprender lo que había en tu corazón.
Yo siempre lo he sabido.
- Ya no siento lo mismo, ¿sabes?
Lo he pensado, ya no lo quiero. Soy feliz porque está con Mónica y me alegra poder trabajar con él, me siento afortunada de tenerlo a mi lado, pero nunca habría sido posible algo entre nosotros.
            Estaría mal en todos los sentidos.
            Yo soy su paciente, ya no, pero lo fui.
            Yo estoy rota, empiezo a recuperarme, pero aún no del todo.
            - Me gustaría darte un consejo, cariño.
            - Te escucho.
            - Debes decírselo.
            - ¿Estás de broma? ¡Sería un error a estas alturas!
            - Yo no lo veo así.
Dany merece saberlo, porque él te salvó en más de un sentido y además, hija mía, tú necesitas decírselo para poder avanzar. Debes cerrar esa historia o toda la vida te acompañará el remordimiento por no habérselo confesado.
            Tú ya no lo quieres y, tal vez, podría ayudarte el comprender si habría sido posible en otras circunstancias, quizás entonces te atrevas a amar de nuevo.
            - Me asustan mucho las intuiciones de mamá, pero veo que no es la única que tiene intuición en esta casa.
            - La vejez, además de los achaques típicos de la edad trae algo bueno, un poco más de sabiduría, no en grandes cantidades, pero sí de esa de la cual los más jóvenes todavía no sois conscientes.
            Y ahora, desde que estoy jubilado, tengo mucho más tiempo para utilizar las pequeñas células grises.
            - Gracias, papi. – Le dije. – Y digo yo, ¿tienes tiempo para ir a tomar un café con tu hija y pasear con ella hasta que vaya al trabajo?
            - Siempre tengo tiempo para mi hija, además, a un jubilado como a mí, le viene bien de vez en cuando mezclarse con la savia joven.

           


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