lunes, 10 de julio de 2017

Cicatrices

Hace tiempo que no escribo en el blog porque llevo un par de semanas con accidentes de lo más tonto, cayendo en el sitio menos pensando con un montón de público delante y sufriendo una leve cirugía. Honestamente no tenía mucho de que hablar, pero hoy se me ocurrió que, quizás por eso, era una buena idea escribir sobre cicatrices.
Las cicatrices de las que hablo no tienen que ser necesariamente las de las heridas que nos hacemos, sino aquellas que no se ven, las que se esconden en nuestra piel y son cicatrices del alma. Reconozco que, personalmente, porto un par de esas con cierto orgullo. Hay heridas que se quedan grabadas en la piel, heridas que no se ven a simple vista y que, en ocasiones, simplemente significan que hemos sobrevivido por loco que eso parezca.
Cada uno de nosotros llevamos una marca en nuestro corazón, de aquellas personas que perdimos, de aquellas cosas de las que nos arrepentimos y, a veces, nos olvidamos que todas esas cicatrices son un recuerdo de algo pasado y podemos verlo como algo terrible o pensar en que esa herida nos ayudó a madurar, a hacernos más fuerte. No sé que voy a escribir a continuación, hoy es uno de esos días en los que haré como Picasso y permitiré que la inspiración me pille mientras estoy trabajando.

CICATRICES
Miró la herida con asombro, apenas podía creerse que hubiera sobrevivido. La vida por norma general tendía a poner a prueba sus nervios, su carácter, su fortaleza y, casi siempre, le ganaba el pulso. A pesar que, en ocasiones, la vida derrotaba todas sus esperanzas. No era una marca muy visible, una pequeña línea en la zona de su pecho para recordarle ese momento. El instante en el cual su vida estuvo en juego por algo absurdo. Es verdad que llevaba mucho tiempo pasándolo mal, había perdido a su mujer y su trabajo en menos de diez días y, por un loco instante, pensó que iba a morir. Se sentía absolutamente perdido, sin guía en su camino, abrumado por la soledad al saber que su mujer lo había abandonado por otro hombre y por la angustia de encontrarse sin el trabajo que había tenido diez años de su vida. 
La caída fue en picado.
Al principio trató de reconquistar a su mujer y enviar currículos a todos los trabajos habidos y por haber. Sin embargo ni ella volvió a sus brazos, ni encontró el trabajo con tanta facilidad como había sospechado. Así que empezó a beber.
Al principio a las comidas.
Después a las comidas y a las cenas.
Después al desayuno, las comidas y las cenas.
Hasta que al final se pasaba el día bebiendo, gastándose el dinero que había ahorrado durante ese tiempo en alcohol, en lugar de guardarlo para cuando la cosa realmente fuera mal.
Su vida se convirtió en un ir y venir de bares. En los amigos bien intencionados que le advertían que el alcohol no era la solución, aunque él estuviera convencido en ese momento que ahorar las penas en alcohol era la mejor idea que había tenido. Poco a poco fue perdiendo a los amigos, a la familia e incluso sus conocidos empezaron a darle de lado. Su solución fue seguir bebiendo, beber hasta perder el control, beber hasta que el agujero que había en su corazón y en su vida se llenara con whisky, vodka o brandy.
Hasta el día del accidente.
Por fortuna ese día no había nadie en la carretera, sólo él, su coche y la columna contra la que chocó. No recordaba cómo había logrado llamar a la Guardia Civil justo antes de desmayarse, a veces pensaba que había sido un auténtico milagro.
Cuando despertó estaba en una cama de hospital, todo su cuerpo le dolía como el demonio y se sorprendió al ver el enorme corte que había a la altura de su corazón. El día que su doctor lo vio por primera vez tras el fatídico accidente le aseguró que había sido muy afortunado, porque el espejo del parabrisas se había roto y se había clavado muy cerca de la aorta, pero el daño había sido insignificante considerando lo grave que podía haber sido.
Le costó aceptar los hechos durante varios días. No podía creerse que hubiera pensado que la pérdida de su trabajo y su mujer iba a suponer su muerte. Comprendió que la muerte le había rozado y la ridiculez de sus pensamientos antes de despertar en ese hospital con su familia cercana y amigos visitándolo constantemente. Nadie moría por un corazón roto, ni por la pérdida de un trabajo.
Así que se prometió a sí mismo recuperarse de la situación, sobreponerse a la vida y continuar su viaje confiando en que el destino le llevaría hasta dónde tuviera que estar.
Sonrió porque ese día estaba, justamente, donde debía. Sonrió a su reflejo en el espejo y acarició la cicatriz con una sonrisa en sus labios.
Esa cicatriz era la prueba de que habría sobrevivido.
Sabía que pronto tendría nuevas cicatrices en su corazón, la mayoría de ellas no se verían a simple vista, pero estaba convencido de que lograría superar los retos que la vida le pusiese por delante.
FIN

Y, finalmente, este es el resultado.
No sé bien de dónde sale esta historia, pero últimamente me gusta persnar que los seres humanos tenemos una capacidad innata para sobrevivir en las peores circunstracias. A veces podemos sentirnos realmente angustiados porque no encontramos nuestro propio pie hacia el camino que siempre hemos soñado, pero me gusta creer que la vida nos acabará llevando a dónde pertenezcamos. Cicatrices en el alma o no.
Nos vemos en el próximo Tejedora e Hilandera de Sueños. :)

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