martes, 10 de julio de 2018

La hoja en blanco y la sonrisa de un extraño

La sonrisa de un extraño y la hoja en blanco.
Era una mañana tormentosa, el cielo estaba encapotado y las nubes amenazaban con descargar con furia y destrozar la poca paz mental que había logrado ese día. Lo cierto es que, desde que se había levantado, parecía que todo se hubiera puesto en su contra. El despertador sonó media hora más tarde, la cafetera de su casa se estropeó, perdió el bus que lo iba a llevar al trabajo, su ordenador decidió poner la pantalla en negro y su jefe optó por echarle la bronca por un fallo que ni siquiera era culpa suya. 
Uno de esos días en los que deseamos volver a la cama. Era creativo de publicidad y, para colmo de males, ese día se encontró con el problema de la hoja en blanco. No era algo que le ocurriera de forma habitual, su mente era incapaz de estar callada durante cinco minutos, constantemente proveyendo ideas, apuntando cosas. Muchas veces se despertaba en medio de la noche y empezaba a trabajar en la siguiente campaña. 
La hoja en blanco era para él un ente desconocido, por eso encontrársela delante de sus propias narices, en un día en el que estaba convencido que nada más malo le podría pasar, no fue algo bonito. Tuvo ganas de gritar, de llorar de pura frustración, pero se las apañó para seguir en su silla, trabajando contra esa hoja en blanco. Decía Picasso que esperaba que la inspiración lo encontrara trabajando y estaba decidido a hacer precisamente eso. 
Al mediodía, al contrario que los demás días, decidió ser un poco aventurero, no ir al bar de la esquina que siempre estaba atestado de los habituales, de compañeros de trabajo con los que se solía sentar, incluso aunque no tuvieran demasiados elementos en común. Había aprendido a poner una sonrisa falsa que lo acompañaba las veinticuatro horas al día. De hecho, estaba convencido de que todo el mundo a su alrededor tenía esa misma sonrisa de papel cuché que ocultaba su verdadero corazón, sus emociones, sin trampa, ni cartón. El mundo en el que se movía estaba lleno de esa falsedad, de esa mentira, de enemigos que se fingían amigos y al mismo tiempo estaban pensando la mejor manera de traicionarte, de robarte una campaña, un cliente...
Cuando firmó su primer contrato estuvo convencido que la publicidad era lo que siempre había soñado, pero al ver las envidias, la falsedad y la competitividad había decidido imitar a los demás. El idealista que había empezado la carrera, que había soñado con ese trabajo toda su vida se quedó atrás.
Caminó varias manzanas hasta llegar a un local, era pequeño, estaba en una calle poco habitada y, visto desde fuera, casi parecía una trampa mortal. Pero ese día había sido tan malo que optó por entrar. El interior era un espacio asombroso, lleno de luces, paredes con colores cálidos, sonrisas honestas en los clientes y también en los camareros. 
En la esquina vio a un anciano que llevaba el mapa de su vida en el rostro, arrugas surcaban sus ojos, su nariz y su boca. Sus miradas se cruzaron un instante y él se sintió mucho mejor. Le recordó a su abuelo, sentado en la vieja silla de su casa hablándole de sus aventuras como Marino Mercante, de los amores que había tenido, los lugares que había visitado y las culturas que había conocido. 
Se sentó en una mesa cercana al hombre y pensó lo curioso que resultaba que la sonrisa de un extraño le trajera tan buenos sentimientos, recuerdos que había olvidado que estaban allí.
Terminó de comer y regresó a su trabajo, en la oficina se sentó frente a su hoja en blanco, pero ésta ya no lo asustó porque el anciano le había hecho cambiar de perspectiva.
La vida, al final, era una aventura y se prometió a sí mismo vivirla al límite, sin preocuparse por las sonrisas de papel cuché.

FIN

Reconozco que como escritora a mí la hoja en blanco me da pavor, tengo miedo cada vez que se cruza en mi camino y nunca le dedico palabras amables. Cuando estaba escribiendo mi novela "El cazador y su aprendiz" (para la que todavía estoy buscando editor) sufrí una de las mayores crisis de hojas en blanco de la historia. Me quedé en la página treinta del libro, sabía lo qué quería decir, pero no cómo llegar hasta allí. Hicieron falta un par de años y un personaje, el asesino de las cadenas, para que la historia siguiera adelante. Yo nunca tuve esa sonrisa de un extraño que me diera esa sensación de invencibilidad, pero admito que hubiera estado bien tenerla.

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