lunes, 6 de mayo de 2013


Capítulo 2, última versión. En este conocemos un poco más a Héctor y cómo entró en la vida de Daniela. 
Capítulo 2
            Poco después de esa segunda aparición de mi Ángel decidí meterme en cama. Estaba agotada y al día siguiente tendría un largo día en el hospital. La idea de ver a Héctor me preocupó por un instante. No me apetecía discutir con él, en el fondo de mi ser sabía que éramos diferentes y tal vez iba siendo hora de poner fin a nuestra relación. Decidí no darle muchas vueltas pues Héctor era mi jefe y si rompía con él, las cosas en el hospital se complicarían. No entre nosotros, los dos éramos adultos y comprendíamos que en ocasiones las relaciones no dan para más, sino con nuestros compañeros.
            Al entrar en mi dormitorio observé la foto del doctor Pardo. La tenía en mi mesilla como recuerdo de él y la manera en la cual salvó mi vida cuando los demás no creían que fuera posible.
            - Gracias, Darío. – Susurré, después me metí en cama y me dejé llevar al mundo de los sueños.
            Cuando sonó mi despertador por la mañana me sentía extrañamente feliz. Había dormido como un tronco durante toda la noche y tenía la sensación de que alguien había estado velando mi sueño y protegiéndome de las pesadillas.
            La historia de los terrores nocturnos venía de atrás.
Días después de salir del hospital empecé a tener malos sueños todas las noches; en ellos Miguel volvía y remataba lo que había empezado. Era un pensamiento ridículo, pues él estaba encerrado en el ala de un psiquiátrico, completamente sedado por el tratamiento y no podría salir de allí en veinte años.
 Con todo, yo no podía evitarlo: el miedo era mi compañero de viaje.
 Llegó un punto en el cual me acostumbré tanto a tenerlo que era incapaz de relacionarme con los demás de forma normal. Mi primer instinto era cerrarme en banda a los desconocidos para protegerme, gracias a un psicólogo había logrado poner una barrera entre el miedo irracional y yo. Aunque, en ocasiones, mi parte irrazonable ganaba la partida.
Quizás Dariel no andaba equivocado: vivía asustada y no era feliz, ni siquiera lo intentaba.
Con este pensamiento me dirigí a la ducha. En ella me puse a reflexionar sobre mi vida, tratando de encontrar el punto de inflexión que me había empujado a vivir mi existencia como si fuera un fantasma. Quizás el haber conocido la muerte de cerca me había convertido en una persona diferente. Tal vez había sido distinta si Miguel no hubiese aparecido en mi vida, si no nos hubiéramos llegado a conocer.
Una parte de  mí tenía muy clara la decisión que deseaba cambiar: quería rechazar a Miguel, impedirle la entrada en mi vida. Rechazarlo desde el primer momento.
Otra, una pequeñísima parte, no lo veía así de sencillo. Me generaba inseguridad el hecho de ser una persona diferente si él no se hubiera cruzado en mi camino.
Sí, tal vez no era una persona feliz, pero ¿acaso lo sería más si no me hubieran intentado matar?
Honestamente, me gustaba mi vida, más o menos.
Tenía un trabajo, amigos, un novio, una Tesis Doctoral aprobada, un sueldo fijo todos los meses y una familia asombrosa.
Visto con perspectiva era bastante más de lo que tenía la mayoría de la gente. Sin embargo, la sombra del miedo me perseguía, no me permitía avanzar. Se atenazaba en mi garganta, a veces me generaba auténticos ataques de pánico.
A veces, cuando me ducho, se me viene a la cabeza una solución a un problema que me preocupa y eso me ocurrió en esa ocasión. Decidí pedir consejo a mis seres queridos.  
En esas divagaciones estaba cuando la puerta de mi casa sonó. A esa hora tan temprana no solía tener visitas e imaginé que Héctor habría venido a recogerme para ir juntos al hospital. Por detalles como estos lo quería.
Abrí la puerta y me encontré su cálida sonrisa. Sus ojos color cielo me observaron con detenimiento, había acudido a abrirle desnuda. Sentí su mano sobre mi hombro, después su boca buscó la mía y yo me dejé conducir a su mundo.
- Buenos días, cariño. – Me susurró tras besarme. – Siento haber sido tan borde, tenía un mal día.
¿Cómo fue el bautizo?
- Buenos días. – Respondí y recosté mi cabeza sobre su hombro. – Ya sabes, comimos mucho y Gracia estaba muy guapa.
Te perdono, no fue culpa tuya, yo tampoco estaba en mi mejor momento.
- No es buena idea que abras la puerta a tu novio tal y como viniste al mundo. Me dan ganas de hacer muchas cosas y ninguna de ella tiene que ver con el trabajo, te lo aseguro...
- Me visto en un tris, ve a la cocina, aún no hice el desayuno. Dame cinco minutos y me pongo a ello.
- Ya lo preparo yo. – Héctor me dio un nuevo beso, en el cuello en esta ocasión, y se encaminó hacia mi cocina.
Yo regresé al cuarto de baño pensando en lo distintas que serían las cosas si yo estuviese preparada para dar el salto que Héctor me estaba pidiendo.
Me hacía feliz tener un compañero con quien pasar las noches, me gustaba poder planear cosas juntos y tirarnos un día entero en cama viendo nuestras películas favoritas. Pero el amor, la pasión, la chispa, la emoción… yo había sentido eso una vez en mi vida y, para mi desgracia, el hombre al cual iba dirigido llevaba trece años muerto.
Cerré esa parte de mi mente, no deseaba recordarlo, no pues el dolor aún era reciente. Quizás para cualquier persona trece años eran un mundo, pero para alguien tan dañado como yo, trece años es un segundo.
Me coloqué frente al espejo y observé la cicatriz de mi torso. Iba desde el corazón hasta el apéndice, las puntadas eran limpias, hechas por un auténtico maestro. Yo era cirujana y, nunca en mi vida, había sido capaz de hacer unas puntadas tan elegantes. Con mi dedo la recorrí, estaba rugosa y en algunas zonas sobresalían bultos. No me molestaba palparla, durante años había cubierto todo mi cuerpo con cuellos altos, había evitado ir a la playa y las camisetas con escote. Me avergonzaba, pero con el tiempo aprendí a aceptarla.
Además era un recuerdo constante de quien me había dado la vida y el trabajo de un maestro. Por ella había decidido dedicar mi vida a la Medicina, de algún modo sentí como había arte en mis “zurcidos”, como solía decirle a Héctor.
Me vestí lentamente, tratando de recordar su voz, la manera en la cual sonaba para tranquilizarme, sus palabras eran como seda en mis oídos. Él era dulce, era buena persona y me había dado la vida. Le debía toda mi existencia a Darío y a su empeño en salvarme, aún cuando los demás médicos lo animaban a dejarme marchar al otro barrio.
Bien visto, era otro motivo para no desear eliminar a Miguel de mi vida. Por él había llegado a Darío, gracias a su intento de asesinarme había encontrado al hombre perfecto para mí, aunque sólo me durase un mes.
El mejor mes de mi vida.
Recordaba con añoranza nuestros momentos juntos. La presión de sus labios sobre los míos, la sensación de sus manos recorriendo mi cuerpo haciéndome las curas. Lo había amado desesperadamente y él me había correspondido.
Nuestra relación había sido un secreto, no podía ser de otro modo, pues el juramento Hipocrático impedía a un médico entablar una relación con un paciente. Darío sólo era diez años mayor que yo y cambió mi perspectiva del mundo.
A veces me preguntaba cómo era antes de él y no conseguía recordarlo.
Salí del baño y me dirigí a la cocina. Héctor estaba  calentando el café, su pelo era rubio, ligeramente largo, sus huesos fuertes y tenía una sonrisa capaz de mover una montaña, pero no era Darío.
- Necesitaba un café. – Aseguré. – Gracias.
- De nada, ¿qué te parece si vamos a Roma en Semana Santa?
- ¡Falta muchísimo para Semana Santa! – Protesté, no atreviéndome a aventurar si por aquel entonces todavía seguiríamos juntos  o si yo daría el último paso para enfrentarme a un futuro con Héctor, dejando el pasado atrás para siempre.
- Dany, llevamos dos años juntos y todavía no hemos hecho un viaje como Dios manda. Roma es una ciudad preciosa y romántica.
- ¡Todavía es trece de septiembre!
- Si sacamos el billete ahora nos saldrá muy barato.
- De acuerdo, vayamos a Roma.
- Me alegro.- Héctor me sonrió de medio lado, después sacó unos billetes de su bolsillo trasero. – Ya había comprado los billetes, el hotel es de cuatro estrellas y está cerca de la basílica de San Pedro.
 Es mi regalo de Aniversario.- Susurró en mi oído, después me rodeó entre sus brazos. – Cada vez que te miro soy consciente de mi suerte.- Me besó apasionadamente, mi mundo se agitó y, de algún modo, sentí que estaba traicionando a Darío por primera vez en trece años.



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