sábado, 6 de julio de 2013

La decisión v4

Empiezo la última versión de "La decisión", desde el principio ya la he planteado de otra manera y el final va a ser muy diferente a los demás. Aquí el primer capítulo, en el cual ya se ve lo diferente que va a ser la historia.
Capítulo 1
- ¿Estoy muerta o estoy borracha? – Indagué al verlo aparecer de la nada. Ocurrió en un instante, oí un estruendo y lo vi: alto, delgado, pelo negro coronado con una aureola plateada. No supe determinar su edad  ya que sus facciones eran de un hombre en la treintena, pero sus ojos hablaban de años de sabiduría. Me quedé pasmada y sin pronunciar ni una sola palabra. Se me quedó mirando con infinita paciencia, una expresión pétrea de quién ha vivido la misma experiencia miles de veces. Después caminó hacia mí, me tendió la mano y me sonrió.
- Un poco de los dos.
     - ¿De dónde has salido? – Conseguí preguntarle tras diez minutos de silencio.
     - Del cielo, soy tu Ángel de la Guarda, mi nombre es Dariel.
     -¿Mi Ángel de la Guarda?
     - He venido para ofrecerte la posibilidad de cambiar una de las decisiones que  has tomado en tu vida.
- Cuando me ofreció la posibilidad lo primero que pensé fue ¿Cuál?
Me había equivocado al menos unas cien veces y entonces me reí, no lo pude evitar. 
     Ya sé que reírte de tu Ángel de la Guarda, cuando por fin toma la decisión de hacerse corpóreo y concederte un deseo, no es lo más sensato del mundo. Porque, no nos engañemos, nuestros Ángeles guardianes son los que se ocupan de que no nos caigamos, de que nuestros padres no nos pillen en nuestras mentirijillas...
   
 Mucho trabajo, muy poca compensación. Lo único que reciben por su atención cuidadosa es una pequeña oración y no demasiado inspirada. “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día que me perdería”. Nada de gracias por escucharnos, nada de te mereces unas vacaciones, ni tan siquiera un por favor.
     Me reí tanto que la mandíbula se me desencajó, él me observó con su rostro impasible. Como mi ataque de hilaridad no cesaba, agitó sus alas con enfado, susurró un “ya me lo dirás cuando lo pienses” y del mismo modo que apareció, se desvaneció.
     Al verlo marchar me arrepentí un poco de mi actuación pues no creo que sea fácil, para un Ángel, tomar la decisión de hacerse corpóreo y conceder un deseo a su protegido. Lo que es más,  debe doler bajar del cielo para escuchar las peticiones de una desagradecida o desagradecido humano.
Entonces se me ocurrió que, probablemente, el Ángel ni siquiera era real sólo un producto de mi imaginación embotada por culpa del estrés y, algo también tendrían que ver, los veinte cócteles que había consumido desde por la mañana entre margaritas y daiquiris de plátano.  Sé que el alcohol no es la solución, pero ese día me pareció muy sensato beber hasta desmayarme.
     Cuando desperté a la mañana siguiente tenía un dolor de cabeza infernal, el estómago en un nudo y la mente en otra dimensión. Caminé hacia la ducha, me metí bajo el chorro de agua caliente y pensé que no me importaría que mi Ángel de la guarda se me apareciese otra vez.

En fin, como mi mente alcohólica lo que había imaginado estaba bastante bueno. Ojos verdes, hoyuelos en la mejilla, pelo negro, pecas en la nariz, hombros anchos, cintura estrecha, reloj de bolsillo con una cadena de plata, pantalón vaquero ajustado, camisa blanca y chupa de cuero.
     En esas divagaciones estaba cuando el teléfono de mi casa comenzó a sonar. Salí de la ducha corriendo, tropecé con una botella de vodka y me caí, generando un gran estrépito en mi casa. Sin poder evitarlo me puse a reír como una loca, llevaba un par de días demenciales, así que caerme de culo en el suelo de mi casa no me pareció mal, necesitaba echar una buena carcajada y eso hice. El teléfono dejó de sonar y permanecí en el suelo valorando los daños de mi caída. No había sido gran cosa, ningún hueso roto y ningún esguince. Me quedé sentada hasta que mi móvil empezó a sonar.  Me incorporé a toda velocidad y salí disparada hasta mi habitación. Allí estaba el teléfono. Lo cogí y al otro lado oí la tranquilizadora voz de mi madre.
     - Hola cariño. – Me saludó
     - Hola mamá, ¿qué tal estáis?
     - Bien, gracias, te llamaba para decirte que tu padre y yo hemos decidido hacer una gran cena de Aniversario este fin de semana en casa.
     - Tengo mucho trabajo. – Me excusé. – Estoy trabajando horas extra para poder pagarme unas buenas vacaciones, las necesito.
     - Cielo, yo te apoyo al cien por cien, pero más te vale que vengas a la cena.
     - No estaréis tratando de montarme una nueva cita a ciegas, ¿verdad? – Pregunté desconfiando.
     - Nada parecido, es una cena, aunque es posible que con Marga y Grego venga su hijo David, ¿te acuerdas de David?
     Solíais jugar junto de pequeños.
     - Sí, mamá, claro que recuerdo a David. – Respondí. – Está bien, iré, pero no esperéis que sea amable con él o algo por el estilo. Estoy bien como estoy, no hay necesidad de comprometerse en una relación a largo plazo, eso no va conmigo. Adiós, mamá. – Dije y colgué el teléfono.
     Mis padres y mi hermana estaban intentando buscarme novio  desde hacía unos trece años, pero yo no estaba por la labor. Mi último novio trató de asesinarme, así pues, desconfío un poco de los hombres, de la gente, del concepto de amor y de esas tonterías que nos cuentan sobre las princesas y los príncipes encantados. La experiencia me había mostrado que, en esta vida, lo que sobraban eran ranas y yo no tenía el más mínimo interés en pasar mi tiempo con una de ellas. Sólo me había enamorado dos veces, y ninguna de las dos acabó con flores o un “y fueron felices y comieron perdices”.
     La primera vez me enamoré de Miguel, un chico bastante amable hasta que se le cruzaron los cables y trató de segar mi vida con un cuchillo de cocina.
 No fue divertido, tengo una cicatriz desde mi clavícula hasta el apéndice para recordarme ese momento. Sí, el pobre está como una regadera, es un enfermo mental y él no tiene la culpa de eso, pero por mi parte no pienso arriesgarme nunca más a conocer a un chico para que éste se me vuelva un monstruo a los diez minutos.
     La segunda vez fue de mi Doctor, el mismo que recolocó todas mis vísceras en el hospital tras el intento de homicidio de Miguel. Se llamaba Darío, era un hombre maravilloso y yo estaba dispuesta a declararme cuando me dieran el alta de mi estancia en el hospital. Sí, vale, estaba prometido, era un poco mayor que yo, seguramente ni siquiera notaba cómo lo miraba cada vez que venía a verme para asegurarse de que mis puntos estaban bien y yo no intentaba algo drástico como, no sé, suicidarme. Nunca lo intenté y ni siquiera me lo planteé.
 Me enamoré locamente de Darío, sin embargo la vida me arrebató la posibilidad de confesarle mis sentimientos (y probablemente hacer el mayor ridículo de la historia de un hospital) porque se murió en un accidente por culpa de un borracho.
A día de hoy todavía soy capaz de recordar su sonrisa, la manera en la cual me hacía sentir especial, según él yo era “su milagro”.
Esa deuda no se la pude pagar en vida a él, pero al recuperar mi salud opté por dedicarme a la Medicina. Tenía el impulso de devolverle el favor a la humanidad y a eso me dedicaba. Era Médico, tenía plaza fija en mi hospital.
 El trabajo me gustaba, la gente me caía bien y tenía ocasión de aprender algo nuevo cada día. No me podía quejar, la vida me había tratado bien. Era verdad que los últimos meses había cometido un error tras otro, pero esas cosas ocurrían, ¿no?
No era perfecta, pero al menos no intentaba fingir como todos los demás.

Regresé a la ducha, me sequé, me vestí y cogí mi coche para ir al Hospital, ese día tenía turno doble y estaba deseando que empezara.

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