Capítulo 7
Cuatro años después
La
luna llena ilumina su habitación, incluso en la penumbra mortecina del
dormitorio puedo distinguir sus rasgos. En las cunas, los gemelos y en la cama
de matrimonio mi Dany y su marido.
Cada
noche bajo hasta aquí para observarla. Es tan hermosa como la primera vez que
la vi, pero ya no es frágil y no está asustada. La vida le dio muchos golpes,
pero por fin puede ser feliz.
Me
acerco a ella y beso su frente, desgarrándome el corazón en el proceso. La he
amado con toda mi alma, daría mi vida por una sola noche más a su lado.
La
anhelo.
Pero
soy una sombra en su vida, una sombra del pasado.
Todas
las noches me reza, cada día les habla a sus pequeños de mí, lo que me hace
dichoso. Sin embargo yo no puedo aspirar a despertarme cada mañana a su lado,
la vida me negó esa oportunidad.
Siento
como mi alma se va fragmentando en trozos más pequeños cada vez. Odio a Héctor,
no lo puedo evitar. Es un sentimiento que un Ángel no debería de tener, pero
una vez fui humano, una vez, ella fue la única razón de mi existencia.
Quizás
debería solicitar a mis superiores dejar de ser su Ángel de la Guarda, tal vez,
debería separarme de ella, dejarla marchar como ella hizo conmigo.
Tal
vez, pero no puedo.
Me
aferro a ella con toda mi alma, estoy impregnado de Daniela, no quiero cambiar
este sentimiento, esta sensación en mi pecho cuando la veo sonreír a sus hijos,
incluso a Héctor.
No
quiero porque ella me sonrió a mí de esa misma forma la primera vez que la vi,
dio alas a mi corazón cuando apareció en mi mesa de operaciones.
Es
un milagro.
Es
mi milagro.
Yo
le di esa vida que ahora posee y le entregué todo mi amor.
No
me arrepiento, ni siquiera cuando las lágrimas se deslizan en mi rostro por no
ser quien está a su lado, por no haber sostenido su mano el día del nacimiento
de los pequeños.
Darío se mueve inquieto en su cuna,
me acerco y lo tomo en brazos. Podía haber sido mi hijo, podía haber sido mi
mujer. El bebé abre los ojos y me sonríe, me conoce y yo lo conozco a él. Cada
noche, desde que nació, vengo a verlos a los tres.
A Darío, a Diana y a mi Daniela.
Ella siempre será mía.
Mezo a Darío, beso su frente. Ese
niño es mío, me pertenece, ella me lo ha regalado, por eso le ha puesto mi
nombre y Héctor lo sabe.
Es un buen hombre, la ama y la hace
feliz. Cuando ella no lo escucha, incluso reza por mí, ignorando que soy yo
quien responde sus súplicas, desconociendo que soy yo quien vela por los
cuatro.
Es un buen hombre, pero no soy yo y
maldigo, cada vez con más frecuencia, al hombre que causó mi muerte.
Me arrebató esa vida, me arrancó
cuánto tenía y, ahora, sólo puedo ver a mi amada en las sombras de la noche.
Diana se mueve, me aproximo a ella y
la cojo en brazos. La niña también me conoce, alza una mano y acaricia mi
mejilla. Las lágrimas resbalan por mi rostro porque es exactamente igual a su
madre, tiene sus mismos ojos y esa sonrisa por la cual estaría dispuesto a
morir de nuevo.
Con mis alas envuelvo a los bebés,
me los llevó un instante de la habitación y les muestro mi mundo, mis lugares
favoritos, cuando sean mayores no me recordaran. Los Ángeles de la Guarda
siempre velamos por nuestros cargos, pero una vez que se convierten en adultos
nos olvidan.
Regreso a la habitación y los
deposito en sus cunas. Veo a mi Dany sonreír en sueños, me aproximo a ella y
beso su frente.
Es hora de partir, la luna está a
punto de irse a dormir, la luz del día empieza a filtrarse por las persianas.
Soy una sombra y me alejo.
Ella es la primera en despertar, va
hacia la cuna de Darío y sonríe al descubrir una pequeña pluma de color perla.
Se me ha caído sin querer, sonríe, la besa y la guarda en el juguete favorito
de Darío. Va hacia Diana, también ella se ha quedado una de mis plumas, pero
Diana la aferra con sus manos, mi Dany sonríe y no se la quita.
-
Gracias por cuidar a mis pequeños, Darío. – Susurra y yo me río.- Y a mí, siento tu presencia cada día,
gracias Dariel.
Regreso al cielo, nuevamente, la
vida me sonríe.
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