viernes, 16 de noviembre de 2012

La decisión

La decisión, 1 versión”
Capítulo 1
- ¿Estoy muerta o estoy borracha? – Indagué al verlo aparecer de la nada. Ocurrió en un instante, oí un estruendo y lo vi: alto, delgado, pelo negro coronado con una aureola plateada. No supe determinar su edad  ya que sus facciones eran de un hombre en la treintena, pero sus ojos hablaban de años de sabiduría. Me quedé pasmada y sin pronunciar ni una sola palabra. Se me quedó mirando con infinita paciencia, una expresión pétrea de quién ha vivido la misma experiencia miles de veces. Después caminó hacia mí, me tendió la mano y me sonrió.
- Un poco de los dos.
 Has tenido un mal año, ¿eh?
            - ¿De dónde has salido? – Conseguí preguntarle tras diez minutos de silencio.
            - Del cielo, soy tu Ángel de la Guarda, mi nombre es Dariel.
            -¿Mi Ángel de la Guarda?
            - He venido para ofrecerte la posibilidad de cambiar una de las decisiones que  has tomado en tu vida.
- Cuando me ofreció la posibilidad lo primero que pensé fue ¿Cuál?
Me había equivocado al menos unas cien veces,  y todas en un solo año, para ser honestos a los 30 había caído en una espiral de decisiones equivocadas que afectaron de forma negativa a mi vida.  Empezando por dejar mi último trabajo por culpa de mi jefa, una tipa con un serio trastorno de bipolaridad: un día me alababa, al día siguiente me lanzaba puñales. El último mes no había sido capaz de realizar bien mi trabajo ni una sola vez y no por falta de ganas, que conste, sino por mis nervios. Estaba demasiado ocupada tratando de ver por dónde me vendría el tortazo.
Y terminando por la manera en la que mandé a mi mejor amiga a la mierda por culpa de un chico.  Uno cualquiera, ni siquiera “el chico”, entendiendo el concepto como el amor de mi vida, uno hasta aburrido.
            Y entonces me reí, no lo pude evitar.           
            Ya sé que reírte de tu Ángel de la Guarda, cuando por fin toma la decisión de hacerse corpóreo y concederte un deseo, no es lo más sensato del mundo. Porque, no nos engañemos, nuestros Ángeles guardianes son los que se ocupan de que no nos caigamos, de que nuestros padres no nos pillen en nuestras mentirijillas...
 Mucho trabajo, muy poca compensación.    Lo único que reciben por su atención cuidadosa es una pequeña oración y no demasiado inspirada. “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día que me perdería”. Nada de gracias por escucharnos, nada de te mereces unas vacaciones, ni tan siquiera un por favor.
            Me reí tanto que la mandíbula se me desencajó, él me observó con su rostro impasible. Como mi ataque de hilaridad no cesaba, agitó sus alas con enfado, susurró un “ya me lo dirás cuando lo pienses” y del mismo modo que apareció, se desvaneció.
            Al verlo marchar me arrepentí un poco de mi actuación pues no creo que sea fácil, para un Ángel, tomar la decisión de hacerse corpóreo y conceder un deseo a su protegido. Lo que es más,  debe doler bajar del cielo para escuchar las peticiones de una desagradecida o desagradecido humano.
Entonces se me ocurrió que, probablemente, el Ángel ni siquiera era real sólo un producto de mi imaginación embotada por culpa del estrés y, algo también tendrían que ver, los veinte cócteles que había consumido desde por la mañana entre margaritas y daiquiris de plátano.  Sé que el alcohol no es la solución, pero ese día me pareció muy sensato beber hasta desmayarme.
            Cuando desperté a la mañana siguiente tenía un dolor de cabeza infernal, el estómago en un nudo y la mente en otra dimensión.  Caminé hacia la ducha, me metí bajo el chorro de agua caliente y pensé que no me importaría que mi Ángel de la guarda se me apareciese otra vez.
            En fin, como mi mente alcohólica lo que había imaginado estaba bastante bueno. Ojos verdes, hoyuelos en la mejilla, pelo negro, pecas en la nariz, hombros anchos, cintura estrecha, reloj de bolsillo con una cadena de plata, pantalón vaquero ajustado, camisa blanca y chupa de cuero.
            En esas divagaciones estaba cuando el teléfono de mi casa comenzó a sonar. Así pues salí desnuda de la bañera, corrí por mi destartalado apartamento hasta llegar al teléfono, pero en el camino me tropecé con una de las botellas de ron que me había tomado el día anterior y me fui, en caída libre, hacia la ventana abierta.
No me dio tiempo a parar y pensé que, quizás, caerse desnuda desde un cuarto piso no era la mejor manera de morir  pero, ¡qué coño!, tras siete meses machacándome en el gimnasio para dar salida a mi frustración ya no me quedaba celulitis, ni tripita cervecera, al menos sería un buen espectáculo para los de la ambulancia.
            La gente dice que en sus últimos segundos de existencia la recuerda cómo ha vivido. A mí no me ocurrió nada de eso, en mis últimos momentos lo único que vi fue el rostro del Ángel de la Guarda que me había imaginado. Miré para abajo con valentía cerré los ojos, apreté los puños y me preparé para el apoteósico final de mi vida que nunca llegó a ocurrir.
            Cuando abrí los ojos otra vez me encontré en el salón de mi casa, con mi Ángel de la Guarda mirándome cabreado.
            - ¿Estoy viva? – Pregunté aturdida.
 Él me miró con su rostro severo antes de contestarme.
            - Es evidente.
            - ¿Eres real o todavía sigo borracha?
            - Las dos cosas. – Mi Ángel se sentó a mi lado en el sofá y me contempló un instante. – Eres la peor carga del mundo, en serio, no sabes mantenerte alejada de situaciones de peligro ni un minuto.  Desde los dos diecisiete años te he salvado la vida al menos unas cien veces, ¿qué problema tienes tú?
            Tengo más de mil cargas humanas y eres la única que siempre está requiriendo mi atención. No sabes responsabilizarte de tus actos, no maduras,   ¿es qué la vida no te ha enseñado nada?
            - ¿La vida?
            Si eres mi Ángel sabrás que la vida lo único que hace todo el tiempo es echarme mierda encima, cuando me ilusiono o veo posibilidades de futuro, me ocurre algo malo. Es algo químico, creo yo.  No sé ni porque te has molestado en salvarme, no merece la pena.
¡Les hubiera dado un buen espectáculo a esos de urgencias!
            - Por supuesto, por qué habrías tú de decirme: Gracias Dariel por salvar mi vida, eres un buen Ángel de la Guarda.
            ¿Para qué?
            Acabo de salvarte de caerte de un cuarto piso, desnuda, y lo único que recibo de ti son reproches. Te lo repito, parece que no has cogido el mensaje, como tu Ángel te ofrezco la oportunidad de cambiar una decisión de tu vida, la que tú elijas. Tienes hasta el martes para pensarlo y, por favor, procura no darme mucho trabajo de aquí allá, tengo más cargas.
           
- Cuando se desvaneció una vez más me pellizqué fuertemente en el brazo para asegurarme de que no estaba soñado; el dolor de mi brazo era real y pensé que tenía un Ángel de la Guarda llamado Dariel, quien acababa de rescatarme de una muerte segura. Lo evalúe durante un instante después, confusa como estaba, sin saber muy bien cómo reaccionar se me ocurrió acercarme a la Iglesia.
 Llevaba más de trece años sin pisarla, pero en ese momento sentí la imperiosa necesidad de ir.
Al llegar respiré profundamente, cerré los ojos y me interné en la Capilla. En ese momento estaban realizando la liturgia, al principio estuve por darme la vuelta, mas  opté por quedarme en el último banco. Seguí la misa, como lo hubiera hecho de pequeña, prestándole toda mi atención.
            Cuando el oficio terminó me quedé rezagada en el último banco. Los parroquianos fueron abandonando el lugar, en su camino todos me observaban como quién contempla un fenómeno de circo y, la verdad, no me extrañó. La última vez que había pisado la misa fue para la boda de mi hermana. Seguí sentada hasta que el sacerdote salió de la sacristía.
            - Hace mucho tiempo que no vienes por aquí, Daniela. – Me dijo.
Yo lo contemplé un instante sin saber qué decir o qué hacer. Allí estaba yo, frente al cura que me había bautizado, dado mi primera comunión y confirmado.
            - No encontraba motivos para volver. – Contesté.
            - ¿Cuándo perdiste la fe, pequeña?
            - No lo recuerdo, simplemente me desperté un día y había desaparecido por completo.
            - Y, sin embargo, como el hijo pródigo aquí estás de nuevo.
            - Es que… me ha ocurrido algo… raro.
            - ¿Y te ha hecho replantearte la fe?
            - No llego a tanto, es sólo… no lo comprendo. Por qué ahora y no antes cuando, de verdad, lo necesité.
            Todo ocurrió con diecisiete años.
            Entró en mi casa. – Contemplé el rostro del sacerdote.-  Nunca creí que llegaría a esos extremos, no lo había pensado hasta esa mañana,  cuando sucedió todo lo malo. En ese instante me pareció lo más fácil, quiero decir… me quería  e imaginé, ¡era tan tonta con diecisiete años!,  que era Julieta, debía morir por su amor.
            El resto fue sencillo, sólo sentí la primera puñalada: adiós vida, hola muerte.
No intenté defenderme hasta que me di cuenta de lo estúpida que había sido.
¡Nunca me alegré tanto de ver a mi madre antes de tiempo en casa!
Ella se mantuvo firme, no sé cómo consiguió detener a Miguel y llamar a una ambulancia, me salvó la vida. Lo que nunca podré agradecerle lo suficiente y él ahora está internado en un psiquiátrico, el pobre no tuvo culpa estaba enfermo, oía voces y nadie lo supo entender.
            Pero Dariel, él no apareció en ese momento, optó por seguir incorpóreo. No hubo ningún Ángel que sostuviera mi cuerpo de camino al hospital, ningún Arcángel que me dijese que todo iba a salir bien. Sólo oscuridad y miedo, el miedo real. Ahogándome, colándose en mis entrañas, revolviendo mi estómago, poniendo todo mi mundo patas arriba. Cuando desperté en el hospital fue como si todo hubiera sido una larga, larguísima pesadilla. Él no vino entonces, y yo rezaba tanto, rezaba tantísimo para que me protegiera… sólo quería sentir su presencia… es decir… se supone que los Ángeles de la Guarda nos vigilan, pero no los sentimos, sin embargo yo quería verlo… lo deseaba tanto… Imaginaba que si sentía sus alas envolviéndome el miedo se desvanecería para siempre.
Todas las noches, una y otra vez, la misma plegaria: “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me dejes sola ni de noche ni de día que me perdería”.
No apareció, así que me olvidé de él y de la fe. Mi vida ha ido de mal en peor o esa es la sensación que tengo, cuánto más me esfuerzo porque las cosas me salgan  bien peor me salen. Ayer estaba ahogando mis penas en daiquiris, margaritas y…  ¡Plaf! Se hace corpóreo.
En fin, ¿puede creérselo?
Trece años sin rezarle, sin llamarlo y justo cuando ya no tengo más que perder se me aparece. Sé que suena a locura, pero… creo haber visto a mi Ángel de la Guarda, Y deseo creer, de verdad que quiero… sin embargo… no puedo… yo… ¿cree que me estoy volviendo loca?
Seguramente deberé dejar de beber alcohol, en fin, los Ángeles… ellos… no existen, ¿verdad? No son más que… un subterfugio de nuestra imaginación… es… quiero decir…
            ¿Un Ángel? ¿En serio?
            - Claro que existen. – El Sacerdote me sonrió. – Si vienes a que yo te ayude a cuestionarte tu fe has venido al lugar equivocado, Daniela.
            - Pero… ¿por qué habría de venir ahora y no antes?
            - Quizás vino y no te diste cuenta, Dany.-El padre Ignacio me miró con una sonrisa en su rostro.
            - ¿Usted cree?
            - Sin duda. Lo que ocurre es que no has querido verlo, tenías tu corazón cerrado a cal y canto, nadie podía atravesarlo y el primero que lo hizo… te hirió.
            Tal vez es hora de que lo perdones.
            - Ya lo perdoné hace mucho, padre Ignacio. – Cerré los ojos un instante. – No lo puede evitar, oye voces en su cabeza, nació así…
            Pongamos que es verdad que he visto a mi Ángel, creámonos esa parte.
            ¿Qué haría usted si el suyo le ofreciera la oportunidad de cambiar una decisión de su vida?  La que fuera, ¿cuál cambiaría usted?
            - Ninguna.
            - ¿A no?
            - Las elecciones del camino nos convierten en quién somos hoy en día, estén erradas o no, esas opciones nos cambian, nos transforman.
            - Pongamos que usted es como yo, que me equivoco una vez de cada dos, en ese caso… ¿tampoco lo haría?
            - Yo a veces también elijo los caminos más abruptos, todos lo hacemos.
            - Aún no me ha contestado a la pregunta.
            - En la hipotética situación de que tuviera esa posibilidad, lo que haría sería pensar que el camino nos puede llevar a lugares mucho peores.  No es tan sencillo.  Si te equivocas siempre puedes rectificar, trazar un plan de campaña diferente… pero si no te engañas, si sigues siempre la senda recta… entonces quizás no vivas de verdad.
            El ser humano es imperfecto, es su naturaleza. Tropezamos con piedras en el camino, a veces las separamos, a veces las saltamos, en ocasiones nos sentamos encima y, raramente, las bordeamos.         Aprende a aceptar tu destino, por difícil que parezca la situación, siempre hay luz al final del túnel.
            - No me ha ayudado gran cosa. – Me quejé. – De acuerdo, seguiré pensando qué cambiar.
            - Me he alegrado de verte, Daniela.
            - Y yo de verle a usted.- Le sonreí al sacerdote. Después caminé hacia mi casa.
            Al llegar contemplé todo cuánto había a mí alrededor. Hacía mucho tiempo que no me paraba a mirar las cosas, me limitaba a caminar como un león enjaulado. De vez en cuando bebía, pero por primera vez en un año me sentí en paz. Un tipo de paz que no había conocido desde mi infancia.  
Quizás era absurdo dejar todas las esperanzas de una en los hombros de un Ángel de la Guarda, probablemente era tontísimo aferrarse a la ilusión de que el mío me había ofrecido la oportunidad de cambiar algo de mi vida, pero en ese momento, tras haber asistido a misa por primera vez en trece años, haber hablado con el sacerdote que me bautizó, me decidí a creer. Puede haber sido la necesidad o la falta de opciones dada mi situación, aún así, creí con toda mi fuerza, deseé abrir esa puerta.
            Revitalizada, con un tipo de energía inaudita en mí, decidí recoger un poco la casa. Ahora que me paraba a observarla era un desastre. Llevaba más de un año sin recogerla decentemente, la cosa había llegado a un extremo parecido al síndrome de Diógenes, mis padres y mi hermana no se molestaban ni en visitarme. Me llamaban, me invitaban a sus casas y pasaba con ellos una tarde tranquila y sosegada, lejos del dolor oscuro de mi alma, el cual no me abandonaba ni de noche, ni de día.
            Sin motivo lógico me acerqué al salón busqué mi cadena musical, abandonada bajo un montón de ropa sucia, y la encendí. Puse mi emisora favorita, me acerqué a mi habitación, elegí la ropa más deteriorada de mi armario y limpié la casa.
Al principio lo hacía mecánicamente después, poco a poco, empecé a disfrutar del movimiento, sin darme cuenta comencé a acompañar la limpieza con las canciones. Mi voz sonaba algo cascada, más teniendo en cuenta que estaba en proceso de recuperación de la peor resaca de mi vida, pero me dejé llevar por el ritmo, la música me envolvió, me sedujo.
Me volví a sentir como cuando iba a clases de ballet, con claridad podía ver mi tutú rosa, las zapatillas manchadas de sangre después de mi duro entrenamiento. La sonrisa orgullosa de mi abuela mientras presumía de mí delante de sus amigas y amigos, la mirada de tristeza de mi madre quien nunca había podido cumplir su sueño de convertirse en bailarina profesional. Los recuerdos de mi infancia se agolpaban en mi mente, las risas, el murmullo por las noches cuando mi hermana y yo nos encerrábamos en la habitación para cotillear sobre los acontecimientos del día, para hablar del nuevo chico que había robado nuestro corazón.
            La vida de pronto se volvió multicolor.
Podía ver todos esos momentos y disfrutarlos por primera vez en más de trece años.
Mientras recogía mi casa, sentía como mi alma se iba librando del recuerdo de Miguel, del instante en qué sentí su cuchillo rajándome el pecho, del dolor, del miedo, del tormento de la recuperación. Con un movimiento ágil me desprendí de la camiseta que llevaba puesta, después caminé hacia el enorme espejo del pasillo y miré la cicatriz de arriba abajo. Empezaba a la altura de la clavícula y terminaba en el apéndice. Palpé la superficie rugosa, observé las pequeñas líneas, después la acaricié por primera vez en trece  años sin sentir temor o miedo. Quizás esa marca era un recuerdo constante de ese amor tan tormentoso, la primera de las cicatrices que cargaba mi alma. Viéndola de cerca no me parecía tan grave, siempre me la imaginaba morada, con restos de sangre en la superficie, pero en ese instante estaba limpia. Las puntadas estaban hechas con la mano de un artista, no parecían tan horribles.
Me acordé del doctor Pardo, la sonrisa franca que me dedicaba cada día que iba a preguntar por mi salud. No era capaz de ponerle rostro, pero tampoco importaba demasiado.
Él me había salvado.
Yo, con apenas diecisiete años, me había vuelto loca de remate por él y pensaba declararme antes de salir del hospital. Sabía que era mayor que yo, no me importaba y tampoco pensaba en la relación médico/paciente, pero dos horas antes de que me dieran el alta murió en un aparatoso accidente de circulación.
Cuando me lo dijeron me rompieron el corazón, rogué a mis padres que me acompañaran al funeral para darle las gracias. Allí conocí a su familia: su madre, sus hermanos, su padre, sus tíos, sus primos, su prometida... A todos ellos les di las gracias entre lágrimas  y ninguno me lanzó una mirada de reproche, ninguno mostró repugnancia al ver la cicatriz que tallaba mi clavícula.
Después de ese día todo mi vestuario pasó a ser de cuello de cisne o mao, incluso en verano. Detestaba esa herida, muchas veces había soñado con tener un cuchillo para arrancármela, quitarla de mi piel. En ocasiones, incluso, había llegado a arañarla con mis propias uñas y lo único que lograba era un dolor terrible.
Sonreí con el recuerdo, pensé en lo ingenua que era pues di por hecho que nunca más me ocurriría algo tan terrible yo ya había tenido mi parte de miseria humana, pero la vida suele ser una estupenda maestra, tiene la puñetera costumbre de mostrarnos su mala cara en infinidad de ocasiones.
Estudie medicina para ayudar a los demás como mi doctor había hecho, pero una vez aprobado el MIR empecé en el hospital y mi corazón no pudo soportar ver los heridos que llegaban cada día. Vi morir a niños, ancianos, mujeres, hombres, jóvenes, viejos y no pude soportarlo. Dejé la medicina, estuve perdida durante un tiempo, luego empecé a colaborar en un programa de radio sobre medicina. Me gustaba, no tenía que ver a muertos todos los días, pero acabó mal.
Después intenté dedicarme a la educación para ello empecé el Doctorado, pero tras mi último fracaso amoroso abandoné todo, incluida mi mejor amiga quien me había “robado” a mi novio. En el fondo, no la culpo a ella, mi ex era un desgraciado que se creía algo así como un superhombre y no podía estar sin ir de flor en flor.
Eso había ocurrido siete meses atrás, en esos siete meses me había abandonado. Mi familia trataba de ayudarme, me recomendaron ir al psiquiatra, sin embargo yo ya tuve mi ración de psiquiatras en mi adolescencia y me negaba a repetir la experiencia. No tengo nada contra los psiquiatras, de verdad, pero hay ocasiones en las que uno tiene que aprender a vivir consigo mismo y mirar hacia adelante. Huelga decir que durante siete meses yo no lo había hecho aunque intención tenía, de verdad.
Y ahora podía cambiar una decisión de mi vida.
¿Por qué no hacerlo? Me decía una vocecita interior, mas en mi cabeza también escuchaba las razones del padre Ignacio y no me parecían descabelladas.
Sonó el timbre de mi casa, lo cual me pilló desprevenida, y pegué un salto involuntario. Cuando me recuperé abrí sin pensar y no me sorprendió, ni lo más mínimo, encontrarme a mi madre del otro lado. Parecía que olía cuando mi hermana y yo teníamos problemas.
- Mamá. – Le dije y la abracé de forma instintiva, aún seguía desnuda, pero no le dio la menor importancia.
- ¿Qué ha pasado, Dany? – Me preguntó con su mejor sonrisa, llevaba el pelo gris recogido en un moño alto y la famosa tarta de chocolate de mi abuela, le obligaba a hacerla a ella porque sabía que era mi favorita, entre sus manos.- ¿Estás bien, cariño?
- Pasa, por favor. – Le dije, ella caminó hacia la cocina dejó la tarta en la encimera, se sentó en una silla y me observó detenidamente. No parecía que mi cicatriz le repugnara, pero sí pude ver el dolor que reflejaba su rostro al recordarlo todo.
- No es tan fea. – Le dije excusándome, después me puse la camiseta. – Siempre me la he imaginado con sangre, morada, pero está bien, la piel un poco más rugosa donde aún se ven las puntadas del doctor Pardo.
- Cariño, ¿por qué hablas así?
- He estado reflexionando un poco… mamá, ¿tú crees que existen los ángeles de la guarda?
- Por supuesto que sí, hija.
- No quiero que me tomes por loca, pero… he visto al mío… o eso espero. – Me arrodillé y coloqué mi cabeza sobre las rodillas de mi madre, mientras ella me acariciaba el pelo. Era una costumbre de mi más tierna infancia, solía tranquilizarme cuando estaba angustiada.- Dariel, se llama así… no sé si me esté volviendo loca, yo quiero creer que lo vi… sería tan agradable, algo bueno para variar.
            Si te ofrecieran la oportunidad de cambiar una decisión de las que has tomado a lo largo de tu vida, ¿cuál cambiarías?
            - ¿Cambiar alguna decisión?
            - Sí, Dariel dijo que yo podía escoger… no sé… el padre Ignacio…
            - ¿Has ido a la Iglesia, hija?- Preguntó sorprendida y contenta, pues tenía mucha fe y no llevaba nada bien mi falta completa de ella.
            - Me acerqué esta mañana, después de lo del ángel… necesitaba pensar y el padre decidió venir a hablar conmigo. Se lo conté todo y me dio su opinión al respecto. Creyó que Dariel era mi ángel.
            - Yo también lo creo, tesoro.
            - ¿Tú que cambiarías?

            - Nada. – Mi madre me sonrió. – Me gusta mi vida, muchas veces he escogido el camino más difícil, sólo Dios sabe cuántas veces me he podido engañar, pero cada decisión, errónea o no, me condujo a este momento cuando estoy con mi hija pequeña arrodillada a mis pies, contándome la visita de su ángel de la guarda.
            Si le vuelves a ver, dile de mi parte que ya se podía haber presentado antes, el muy desgraciado… con perdón… tendré que rezar cuatro Ave Marías por esta blasfemia.-Mi madre se persignó, después me sonrió cariñosamente.- ¿Acaso cambiarías tú algo?
            - Se me ocurren cuatro o cinco cosas, pero especialmente una. – Dije acariciándome la cicatriz por encima de la camiseta.
            - Visto así… - Mi madre me observó. – Me llevé un buen susto ese día.
            - Yo también, ¿cómo le va?
            - El tratamiento lo tiene bastante calmado, su madre dice que a veces pregunta por ti, se arrepiente mucho de todo y no se puede perdonar lo que nos hizo.
            - No tuvo la culpa.
            - Yo no tengo tan buen corazón como tú, hija mía. No se lo puedo perdonar, no me siento capacitada para ello y que Dios me perdone. Ese día fue el peor, con mucha diferencia, de mi vida. Mi hija pequeña casi se me escapa entre las manos… me sentí impotente, furiosa, quise matarlo y lo hubiera hecho, créeme, sino me llegan a detener los vecinos.
            - Antes lo odiaba, pero después de ver lo que vi en el hospital se  me pasó.
            - ¿Por qué te especializaste en urgencias?
            - Gracias al doctor Pardo, si él no hubiera estado allí esa noche yo estaría... yo… muerta.
            - ¡No digas esa palabra!
            - Pero es verdad. 
Antes no podía decirlo con tranquilidad, no podía contar cómo me sentía, me aterraba pensar en ello, pero he madurado y ya no lo veo así. Le pudo ocurrir a cualquiera, simplemente me tocó a mí.
            Y de algo me sirvió, me ayudó a elegir mi profesión, aunque renunciara a ella.
            - ¿Por qué lo recuerdas ahora?
            - Desde que Dariel apareció me dio tiempo a reflexionar un poquitín, veo las cosas con más perspectiva o eso quiero creer. No puedo decir si es buena o mala idea, pero tendré que lidiar con ello.
Tal vez me haya engañado muchas veces, pero quizás eso también tiene una razón, ¿no?
            ¿Cómo te sentiste tú?
            - Como si me arrancaran el corazón del pecho sin anestesia.
            - No debió ser agradable, lo siento.
            - ¿Por qué te disculpas?
            - Siempre he pensado en mí, nunca se me ocurrió qué vosotros también habíais sufrido. No debió de ser fácil para papá, para Diana, para los abuelos, para los tíos y los primos, verme en ese estado.
            - No lo fue. – Mi madre se echó a llorar. – No lo fue en absoluto. – Yo me incorporé, la rodeé con mis brazos y la dejé llorar durante horas en mi cocina. Había estado preocupada por mí misma y olvidé que no era la única afectada.
            Al terminar de llorar mi madre me contempló por un instante con una sonrisa extraña en su rostro, después me besó en la frente.
            - Eres fuerte, cariño. Nunca lo había visto así, estaba demasiado ocupada lamentándome por tu suerte y no comprendí lo valiente que fuiste tú, luchando por tu vida con esa fiereza, defendiéndola con uñas y dientes.
            ¡Qué tonta he sido, siempre he pensado que eras más frágil que tu hermana y ahora descubro lo engañada que estaba!
            - No fue para tanto, os tenía a vosotros a mi lado.- Miré a mi madre un instante, después le sonreí con confianza. - Voy a ir a ver a Miguel, pregúntale a la señora Abril dónde está.
            - ¡No vayas! ¡Te lo prohíbo! ¡No quiero que lo vuelvas a ver en tu vida!
            - Voy a empezar otra vez, tengo que cerrar la cicatriz y el único modo posible es visitándolo, debo perdonarlo o no podré avanzar.    Es hora de despertar, he pasado los últimos trece años de mi vida encerrada en mi caparazón, tratando de olvidar lo qué ocurrió y no me sirvió para nada. Ahora quiero enfrentarme a la realidad, tal vez tampoco me valga de mucho, pero debo hacerlo. Si mi ángel de la guarda se me vuelve aparecer quiero estar segura de tomar la decisión correcta.
            - Iré contigo.
            - No. Ese paso debo darlo yo sola.
            - Él… tú… ¿cómo estarás después de verlo tras trece años?
            - Lo sabremos cuando ocurra.
            - No sé si le gustará verte.
            - Quizás no, pero tendrá que enfrentarse a mí, ya es hora.
Ahora me vendría bien un trozo de la tarta de abuela.
             - A mí también. – Mi madre, más tranquila, abrió el armario de mi cocina para coger dos platos, los cubiertos y nos sirvió una buena porción de tarta a cada una. Al terminar de comerla, nos despedimos y prometió llamarme al día siguiente diciéndome dónde estaba él.

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