La historia que voy a publicar hoy es un relato un poco más grande que se me ocurrió hace muchos años, cuando estaba haciendo prácticas en la RTVG. La idea surgió tras ir a visitar la Catedral de Santiago y maravillarme, siempre que voy me ocurre lo mismo, por su belleza. De algún modo se me ocurrió que era un lugar poderoso y, a partir de ahí, hilé la historia de Maeve del Clan del Oso y del Halcón.
Espero que os guste y que os anime el día.
Maeve del Clan del Oso y del Halcón
Maeve del clan del Halcón sabía que
existían ciudades poderosas, lugares donde la energía espiritual fluía
libremente y sin problemas. Ella caminaba por esa ciudad sintiendo alrededor la
protección de la Madre
y el Padre, los dioses la habían bendecido, le ofrecían la posibilidad de
restaurar el honor perdido.
Tras siglos recorriendo la Tierra , guiada sólo por la
intuición y la maldición que le habían echado, sintió el poder fluir en sus venas.
En un instante recordó el pasado, su hogar, Irlanda, su familia y su
clan.
Todos habían sido malditos por el Oso.
Tras siglos caminando por la Tierra, oía su palpitar, la comprendía.
Escuchaba su llanto y su dolor, su amargura a causa de la destrucción a la que los
hombres la habían sometido.
Sentía en su interior el fluir del planeta y añoraba Irlanda, su antiguo
hogar.
Podía recordar los brezos que había frente a su casa, el tacto de las
piedras y el olor de la hierba. Los bellos amaneceres en que bailaba en honor a
los Dioses y las risas de sus hermanos y hermanas.
La espera había sido eterna, pero a medida que avanzaba todo parecía más
claro; su tiempo había llegado.
Caminaba hacia su destino, llena de
esperanza.
Tenía más de quinientos años, con la
apariencia de una joven en la veintena. No era un vampiro, a pesar de su
aspecto, ni tampoco una diosa pagana. Era una Sombra del Pasado no pertenecía a
ese tiempo y no estaba muerta, sino maldita.
Todo comenzó en Irlanda, tantos
siglos atrás, que apenas parecía la Irlanda actual.
Por aquel entonces los nombres de
los dioses paganos eran bendecidos. Ella veneraba al Padre y a la Madre por
encima de los demás, por eso, aún sentía su protección.
Cuando todo lo malo ocurrió tenía
sólo veinte años; una anciana en aquellos tiempos, apenas una niña en el siglo
que vivía. Maeve del Halcón era la druidesa más sabia y poderosa de su tiempo,
por esa razón nadie se había atrevido a amarla.
“Finn
del Clan del Lobo” pensó.
Finn la había amado.
Él fue a su pueblo para casarse con
Rhiannon, su mejor amiga e hija del clan de Oso, su más fiel discípula.
Llegó para casarse con Rhiannon.
Cuando Maeve recibió la noticia se
alegró por su discípula, salió con ella para recibir a su prometido. Quiso el
destino que su mirada y la de Finn se
cruzaran y, sin poder evitarlo, ambos se enamoraron.
Al principio ninguno quiso reconocer
sus sentimientos.
Ninguno se atrevió a cruzar la línea que les impedía amarse.
Finn porque respetaba el juramento que le había
llevado hasta allí, la promesa que le había hecho a su padre de casarse con la
hija menor del Oso pues, según las estrellas, su clan original se haría más
poderoso.
Maeve porque respetaba la profunda
amistad que la unía a Rhiannon y el juramento que la ataba hasta que su joven
discípula encontrase su camino.
Todo cambió una noche de luna llena.
La joven druidesa del Halcón salió
al bosque para observar las estrellas y escuchar las voces del Padre y la
Madre, quienes siempre guiaban sus pasos.
El joven Lobo salió porque deseaba
escuchar el arrullo del río.
El encuentro fue casual.
Maeve estaba sentada en la orilla.
A su alrededor había una manada de
Lobos, los cachorros jugaban con la túnica de Maeve, la madre se sentaba a su
lado con la cabeza apoyada sus piernas y
el padre le ofrecía con sus fauces un trozo de liebre cruda.
La druidesa tomó con sus manos el
manjar que le ofrecía el lobo, dio un mordisco en señal de respeto a su gesto y
el Líder se rindió ante ella, agachó la cabeza y se dejó acariciar.
Finn, en la oscuridad, contempló
extasiado la escena. Los Lobos jamás se aproximaban a los seres humanos, ellos
jamás se mostraban tan mansos ante alguien que no perteneciera al clan que
llevaba su nombre. Y ahí estaba ella,
rodeada de lobos, con una sonrisa de oreja a oreja mientras la luna llena
iluminaba el río.
Finn se aproximó, sus ojos se
cruzaron y ya no hubo marcha atrás.
Maeve sabía que eso iba contra todas
las normas de su cometido.
Finn comprendía que su padre jamás
aceptaría esa decisión.
Aún así, presos del hechizo de la
luna se enamoraron.
Aún así, bajo la noche estrellada se
confesaron su amor.
Aún así, frente al río se besaron.
La manada de Lobos aprobó la unión,
el líder incluso se situó entre los dos y se dejo acariciar por ambos.
Con nostalgia recordó el instante en
que Finn había proclamado su amor ante el clan del Oso, la manera en la que
besó sus labios apasionadamente frente a todos para demostrar que su corazón
había elegido a una persona diferente como compañera.
Sin embargo, el clan del Oso consideró a Maeve una traidora.
Sin embargo, el padre de Finn le
negó ese derecho.
El clan del Oso exterminó a toda la
familia de Maeve.
El clan del Lobo obligó a Finn a
renunciar a ese amor.
Recordó el grito de odio de su
alumna, su dedo maldiciéndola.
Por un instante perdió su poder y su
familia murió a manos de los del Oso. Intentó salvarlos, pero se lo impidieron.
Cuando ya daba por perdida la
batalla ocurrió lo imposible. Un Halcón dorado bajó del cielo, la aferró con
sus garras y la llevo volando a otro lugar.
Un país desconocido.
Una tierra fértil.
El lugar del que habían salido los primeros celtas, Gallaecia.
Allí había vivido quinientos años durante los que había estado elaborando
un plan de venganza.
Se observó en un espejo.
Los años no habían pasado por ella, sus ojos seguían siendo azules, la
melena oscura le enmarcaba un rostro suave, con mejillas sonrosadas, pecas y un
hoyuelo en el lado izquierdo.
Tan hermosa como en Irlanda, pero fría como el hielo.
“Destrozaré
vuestro clan, hijos del Oso. Os castigaré por haber destruido a mi familia y
ese día podré descansar en paz” Murmuró para sí.
Ya faltaba menos, sentía el poder del Oso aproximándose.
El día había llegado, por fin.
Estaba cansada, había vivido más
de lo que cualquier humano sería capaz de soportar. Había visto guerras,
ciudades arrasadas y la deshumanización del ser humano.
Había visto morir a la Tierra, por culpa de los hombres, y la había visto
rejuvenecer.
Nunca se había casado, nunca se había enamorado desde Finn y creía que
nunca se enamoraría.
Pero, en ocasiones, las cosas no ocurren como uno planea.
Estaba tumbada en un sillón cuando percibió al Oso aproximándose. Desde
hacía quinientos años no percibía esa energía mágica y supo que era la hora. El
momento había llegado, su venganza se cumpliría.
La puerta se abrió, escuchó los pasos acercándose, pero no tuvo miedo.
Estaba preparada para luchar.
Se incorporó para recibir a su enemigo, emocionada por la anticipación
del encuentro.
- Maeve, mi amada Maeve, al fin te encuentro. – Murmuró una sensual voz y
de la penumbra surgió un muchacho con los ojos como el granito y cabello de
color ébano. En su mano llevaba una vieja espada, gastada por los siglos, pero
Maeve apenas le prestó atención. Al contemplar ese rostro las piernas de Maeve
flaquearon, su corazón palpitó con furia al contemplar a un hombre, exactamente
igual, a su amado Finn.
Aturdida enmudeció un instante, pero su voz se volvió hielo al dirigirse
a quien le hablaba.
- Te prohíbo que pronuncies mi nombre. – Dijo. – Eres un Oso y, como tal,
sufrirás mi venganza. Poco importa que haya en ti mucho del Lobo, tu clan me
arrebató todo cuanto amaba y condenó mi existencia a quinientos años de
soledad.
Te mataré.
- Moriré feliz si así termina tu sufrimiento.- El joven se acercó a ella,
sin dudar. - Mi familia me advirtió sobre ti, generaciones enteras me han
enseñado a temerte, a luchar contra ti y derrotarte por ser la última del clan
Halcón.
Aún así, yo soñaba contigo, te anhelaba, mi sangre te ha buscado durante
quinientos años, el amor que sintió por ti Finn el Lobo no ha desaparecido,
sino que se ha incrementado.
Yo no soy Finn el Lobo, te amo y te amaré en esta vida y las venideras.
Eres mi corazón, eres mi alma, eres lo que he buscado toda mi vida: tú me
completas, Maeve hermosa Maeve. Si mi muerte te salva, bienvenida sea. Estoy
dispuesto a entregarte mi vida, hazlo si así en tu rostro se dibuja una
sonrisa.
- ¿Pretendes engañarme con tus palabras? ¿Esperas que me entregue a ti sin
más? ¿Qué olvide lo que tus Ancestros hicieron a los míos?
Muerte y destrucción, eso fueron los Osos para mí.
- No aspiro a tanto, tan sólo quiero amarte sin límite hasta el instante
de mi muerte, quiero ser tuyo y que tú seas mía lo que me alcance de vida.
- Nunca. – Maeve caminó hacia Finn y enmudeció. Sus ojos poseían fiereza
y al mismo tiempo una fuerte compasión, vislumbró remordimientos y amor. Un
amor tan sincero y real que conmovió su corazón.
- Maeve… mi Maeve.
Mi amor.
Toda mi vida ha merecido la pena sólo por amarte.
- Vete. – Maeve se alejó del muchacho. – Por favor, te ruego que te
vayas. No quiero matarte, ya no. Si de verdad me amas, te pido que te alejes.
- No pienso, me llamo Bran O´Hara. – Bran se aproximó a Maeve y la besó,
con tanta ternura, que la mujer que sólo deseaba venganza murió.
Deseaba ser de ese Bran que tanto se parecía a su Finn, anhelaba poder
cumplir con el matrimonio que una vez le habían impedido y estaba dispuesta a
ello, pero no le salían las palabras. El rostro impasible de Bran la contempló
con pasión, la envolvió llevándola a lo más profundo de su alma.
Bran se separó de ella y sonrió.
- Mi nombre es Bran. – Habló. – Y te amaré más allá de esta vida, te
amaré hasta que la última estrella se extinga, hasta que el mismo universo se
quiebre en mil pedazos y te esperaré eternamente… Porque eres mía, sin
proponértelo y yo soy tuyo. – Al tiempo que decía estas palabras el joven sacó
la vieja espada y se la clavó en el
corazón. Su cuerpo cayó en el suelo y Maeve sintió cómo su alma se desgarraba en
mil pedazos.
Por fin era libre, pero a qué precio.
Vio el rostro sereno, con una sonrisa cautivadora, el perfecto rostro, el
cabello ébano y los ojos como el granito.
Su Bran.
El hombre al que amaría por
siempre jamás.
Maeve lloró, lágrimas amargas rodaron por su rostro y lo decidió.
Cogió la espada que había atravesado al heredero de su primer amor y le
sonrió.
- Espérame, Bran. – Le susurró en el oído, el Oso la miró. – Te
pertenezco desde ahora y para siempre.
Tú diste por mí la vida y por ti yo doy la mía. – Maeve sostuvo la espada
entre sus manos y atravesó su cuerpo y el de él con el mismo filo. Los ojos
granito de él se abrieron con sorpresa, pero una sonrisa se dibujó en sus bocas
antes de que sus labios se juntaran en un último beso.
- Mía.
- Mío.
Permanecieron abrazados en silencio,
hasta que consumieron su último aliento de vida. En un instante su sangre se mezcló y sus
cuerpos desaparecieron, sin embargo, de la mezcla de ambas sangres surgió Maeve
del Clan del Oso y del Halcón.
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